Cincuenta y dos relatos #2: nº 20



 Segundo relato, con unas semanas de atraso por exámenes pero, ¡más vale tarde que nunca! Aquí he hecho un pelín de trampa: no soy yo a modo de personaje, pero sí es el que más he desarrollado y en el que más he volcado de mí, por fantástico que os resulte al leerlo. Espero que os guste.

 Para el segundo relato he escogido el número veinte: descríbete como si fueses un personaje de libro.

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 No veía nada. Colores. La habitación giraba en derredor y ante sus ojos, masas informes rodeadas de gritos, de sus propios chillidos agónicos en la desesperación de saberse perdida. Y sobre todo, fuera de sí, buscando como loca hacer pagar al dueño de su perdición lo que había hecho.

 Lanzó un objeto que fue a estrellarse sin darle. Dos, tres. Cruzó corriendo la estancia empujando una mesa que quedaba en pie profiriendo un alarido y lanzó un cuchillo al hombre que se alzaba frente a ella.
Bueno, “hombre”.

 La chica rasgó su garganta en otro grito mientras se abalanzaba sobre él que, riendo pausada y suavemente se apartaba y la sujetaba con brazos firmes. Su mirada despectiva prendió definitivamente el último retazo de ira en el interior de ella que alzó una mano arañando en profundidad el rostro de aquel que le había destrozado la vida para siempre. Con los ojos rojos y la mirada vacía se volcó hacia fuera, sacó todo lo que era  y lo envolvió en la demencia y rabia más oscura, lo empujó contra la pared opuesta.

 Estruendo.

 Silencio.

 Tensión. Ambos se miraban, él se levantaba con dificultad y el labio partido, astillas de madera en la ropa. Ella, corroída por la certeza de soledad y muerte, sabiéndose maldita, usada y sobre todo necia, estúpida. Él lo había hecho, pero ella lo había permitido. 

 Le dolía todo el cuerpo, supuso por hacer uso de una fuerza que no era natural en ella. Ni siquiera se daba cuenta. Con el ceño fruncido, el rostro ladeado, la sangre ardiendo; el pecho agitado. Corrió, saltó, arrancó los cortinajes dejando que el sol bañase a su oponente… Y a ella misma. Aulló, chilló, el dolor y la quemazón recorrieron toda su piel y estallando en lágrimas impotentes le empujó contra el balaustre de la escalera y descendió veloz, sin detenerse ni mirar atrás, sin hacer caso del grito de él, del golpe ni de aquellos que se cruzaban en su camino, cogió su capa en los establos, montó y salió galopando bajo el sol. Dolorida, sufriendo, quemándose y deseando desaparecer y volar; y ser libre del único modo que se le ocurría en un mundo que le había impuesto unas cadenas por toda la eternidad.

 […] Parpadeó repetidamente alzando el rostro, desorientada. Miró sus manos. El teclado descansaba a unos centímetros y la tinta del bolígrafo había manchado el cuaderno. Miró detenidamente el humo del café junto al ordenador y después volvió a mirar sus manos. Blancas, no demasiado bonitas, suaves. Respiró hondo. No solía ocurrirle con todo, pero hay ciertas ocasiones en que uno vuelca tanto en lo que crea que cobra vida propia, se hace indómito y escribe su propia historia. 

 Todavía podía oír el galope de la yegua, mezclada con el eco de una cueva que arrastraba los sollozos de una joven marcada, desamparada.

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